La sociedad Inca se caracterizaba por marcadas jerarquías, que colocaban en la cabeza el poder absoluto del Inca; seguido por la nobleza, también llamada orejones, título que les fue adjudicado por los españoles, dada la deformación de sus lóbulos, originada por llevar pesados ornamentos que los diferenciaban de los demás.
Siguiendo la escala social del imperio, estaban los runas o mitimaes, considerados como gente vulgar, es decir, eran el común de los habitantes del imperio, quienes también tenían tareas obligatorias en las mitas. Finalmente, estaban los yanaconas o yanakunas, que eran los sirvientes de la casa.
Como segundo paso, establecieron una organización social basada en principios morales de obediencia y modelación de la convivencia. Estos tres principios, que resumían cómo debía vivir un habitante del imperio, fueron las leyes básicas del Imperio Inca o Tahuantinsuyo Ama Súa (no seas ladrón), Ama Llulla (no seas mentiroso) y Ama Kella (no seas perezoso).
Nadie puede discutir la espectacular organización inca, no sólo por el manejo del inmenso territorio, sino además por el éxito de la conducta paternalista de la nobleza inca.
Pese a que la autoridad en el imperio era unipersonal, es decir, comparable a una monarquía europea de aquellas épocas, la población del imperio nunca pasó hambrunas ni privaciones.
Este equilibrio social actualmente es conceptuado por los estudiosos extranjeros básicamente desde dos enfoques: a partir de un entendimiento de clases o castas sociales a la usanza del Medioevo europeo, se lo entiende como un sistema esclavizador o como social-imperialista estudiado a partir de los runas, es decir, desde el entendimiento de las estructuras sociales que impusieron.
Por lo mencionado, el Imperio Inca o Tahuantinsuyo merece un título especial entre las sociedades de mayor desarrollo, considerando tanto sus actividades productivas y artísticas, como su planificación social y política, además de su concepción religiosa que propugnaba un equilibrio pleno entre las actividades del ser humano y la naturaleza o el medio ambiente.
Y, finalmente, por su sapiencia en incorporar a su cultura y conocimientos todo aquello que era sobresaliente en sus conquistados.
En su calidad de hijo del Sol, el Inca, jefe supremo del imperio Tahuantinsuyu se rodeaba de máximo lujo y opulencia que denotaba su carácter divino.
Vestía túnica y manto de fina lana de vicuña, que sólo usaba una vez, confeccionados por las “ñustas”, jóvenes especializadas en el trabajo del hilado perfecto de varios colores, completando su atuendo calzando ojotas adornadas con cabecitas de leones o tigres hechas en oro, plumas, esmeraldas y otras piedras preciosas.
Tuvieron los jefes incas dentro de su vana religión, hechos singulares como ser amos y señores de mujeres dedicadas a adorar el Sol, las ñustas, en perpetua virginidad, recogidas en casas de aislamiento en el Cuzco - como pueden ser las casas de clausura de algunas congregaciones de monjas católicas – que luego se extendieron por todo el Perú.
Eran jóvenes particularmente elegidas. El Inca decidía su suerte, las asignaba ñustas o las destinaba esposas o concubinas de importantes funcionarios.
Debían ser legítimas doncellas de sangre real, tanto descendientes del Inca como de sus deudos y nunca nacidas de mezcla de otras castas ajenas a la casa real.
No podían ingresar al Cuzco si hubiesen tenido algún contacto sexual y menos si hubiesen tenido vástagos porque ello las hacía impuras.
Vivían en ámbitos de perpetua clausura hasta el final de sus días, afectadas a la preparación de alimentos ceremoniales- en general la chicha- o a la confección de prendas de vicuña, evitando el locutorio y contacto tanto de hombres como mujeres ajenas a la comunidad.
Según las reglas religiosas no debían exponerse a ser vistas por alguien masculino, aún el propio Inca estaba impedido de gozar del privilegio - en uso de su autoridad - de verlas o hablarles.
Sólo la Coya que era la reina y sus hijas tenían licencia de entrar en sus recintos y dirigirles la palabra y sólo ellas podían asistirlas en alguna emergencia.
Las elegidas debían permanecer en lo que hoy llamamos monasterios, habiendo jurado pobreza, castidad y obediencia.
Eso sí, tenían personas calificadas de criadas que ingresaban a la casa del Sol, para mantener el orden y brillo de los aposentos de las vírgenes, mientras la primordial actividad de las “acalla cuna” como las llamaban - era hilar y tejer a la perfección toda indumentaria del Inca y la Coya, usando fibras de oro combinadas con ricos plumajes, más el finísimo labrado en oro de prendas que ofrecían a la divinidad mayor como prueba de la eterna aceptación de su destino.